El concepto de castidad ha atravesado tiempos difíciles.
Hace varios años, me invitaron a hablar ante un grupo de estudiantes de una universidad católica. La invitación vino con una petición y una advertencia. Debía hablar sobre la castidad, sin embargo, idealmente, debía evitar usar la palabra. El Decano de Teología, que me había invitado, había evaluado la situación de esta manera: quizás más que cualquier otra cosa, los estudiantes necesitan un desafío a la castidad, más les repugna tanto la palabra que, si la mencionamos en el título, muy pocos aparecerán.
Su corazonada era correcta en ambos aspectos, la necesidad de castidad en sus vidas y su aversión a la palabra. Eso también es cierto respecto a nuestra cultura.
Para muchos hoy, la palabra castidad tiene connotaciones negativas. Fuera de un número cada vez menor de círculos eclesiásticos selectos, la palabra castidad, activa alarmas en su mayoría negativas. Dentro de nuestro mundo altamente secularizado y sofisticado, en su mayor parte, la castidad se identifica con la ingenuidad, con la timidez sexual, con el fundamentalismo religioso, con un acentuado énfasis tóxico en la pureza sexual, con una falta de sofisticación y con algo que quizás tenía más sentido en otra era. Comúnmente, la noción es ridiculizada, incluso en algunos círculos religiosos. Muy pocas personas hoy en día se atreven a hablar de reservar el sexo para el matrimonio o de la castidad como virtud.
¿Qué hay detrás de esto? ¿Por qué esta negatividad y desdén hacia la palabra castidad?
En parte, esto se basa en una serie de percepciones populares. A menudo se considera que la castidad está basada en un fundamentalismo religioso, que nuestra cultura actual desprecia o siente lástima (“Castidad por Jesús”). Además, la noción de castidad es vista como un producto antiguo del énfasis unilateral de la iglesia en la virginidad y el celibato y su incapacidad para articular una espiritualidad sexual sólida y saludable. Es difícil discutir con las percepciones, excepto para decir que las razones de la desaparición del concepto de castidad en nuestra cultura son mucho más complejas que esto.
Es cierto que nuestra catequesis sobre la castidad es parte del problema. Mi sospecha es que un buen número de personas son negativas con respecto a la noción debido a cómo se les ha presentado el concepto. Nuestras iglesias y maestros morales tienen que asumir parte de la culpa y admitir que con demasiada frecuencia se ha presentado el concepto de castidad, aunque sin intención, precisamente como una ingenuidad, una represión y un énfasis excesivo en la pureza sexual. Aquí hay un paralelo con la forma en que el ateísmo encuentra su terreno. Así como mucho ateísmo es un parásito que se alimenta de la mala religión, demasiada negatividad hacia el concepto de castidad es un parásito que se alimenta de enseñanzas religiosas malsanas.
Sin embargo, la negatividad de nuestra cultura hacia la noción de castidad se alimenta de más que una catequesis menos que saludable. ¿El culpable? La sofisticación como virtud que es un fin en sí misma. En resumen, nuestra cultura valora la sofisticación personal por encima de todo lo demás, y cuando la sofisticación es tan apreciada, la castidad fácilmente parece ingenuidad e ignorancia.
¿Lo es? ¿Es la castidad una ingenuidad, una ignorancia? Al final del día, ¿es la noción de castidad una represión sexual, una timidez enfermiza, un acentuado énfasis tóxico en la pureza sexual, un fundamentalismo religioso, una presofisticación lamentable? Es cierto que a veces puede ser así. Sin embargo, aquí está el caso de la castidad.
En el 2013, Donna Freitas, autora de varios libros sobre sexualidad y consentimiento, publicó un estudio titulado, El Final del Sexo: Cómo la cultura de conexiones está dejando una generación infeliz, sexualmente insatisfecha y confundida acerca de la intimidad. Ese título es el libro en el encabezado. En ninguna parte del libro (y por esto ha sido injustamente criticada por algunos grupos de la iglesia) dice que lo que está sucediendo en nuestra cultura actual en términos de sexo sin alma es malo o pecaminoso. Ella no tiene que hacerlo. Ella simplemente explica las consecuencias: infelicidad, confusión, depresión sexual.
Una generación antes, el renombrado educador Allan Bloom, escribiendo desde una perspectiva puramente secular, llegó a la misma conclusión. Mirando a los jóvenes estudiantes brillantes y muy sofisticados a los que enseñaba, concluyó que la sofisticación desenfrenada de la que tanto se enorgullecían (a la que denominó “la ausencia de castidad en sus vidas”) tenía este efecto en sus vidas: los dejaba “eróticamente cojos”.
Y por eso sostengo que la castidad merece otra mirada desde nuestra cultura. Hay una primera ingenuidad (niñería) y una segunda ingenuidad (infantilismo). Hay sexo de conexión y hay sexo del alma. Está el fundamentalismo religioso y está la sabiduría de la revelación divina. Está el énfasis excesivo en la pureza sexual y la falta de respeto deshumanizante a los demás (que el #YoTambién está defendiendo). Hay un cierto hastío y fatiga en una ultrasofisticación que cree que todos los tabúes pueden romperse, y hay una vitalidad y felicidad que se siente al descalzarse ante la zarza ardiente. Nótese, que, en cada uno de estos dualismos, la castidad habla por el alma, por la sabiduría, por el respeto y por la felicidad.
Por P. Ron Rolheiser, OMI (Trad. por Julia Hinojosa). Este artículo apareció originalmente en ronrolheiser.com.
P. Rolheiser es un es un sacerdote Católico Romano, miembro de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, y ex-presidente de Oblate School of Theology. Rolheiser es un teólogo, profesor, y un autor premiado. Aparte de su conocimiento académico en teología sistemática y filosofía, él se ha convertido en un orador popular en espiritualidad y religión contemporáneas y en el mundo secular. El escribe en un artículo semanal que es llevado a más de 70 periódicos de todo el mundo.